Un
gran maestro del siglo XIX tenía un discípulo muy duro de mollera. El maestro
le enseñaba y le enseñaba, tratando de introducirlo a la naturaleza de su
mente, pero no lo conseguía. Finalmente, un día se enfureció y le dijo:
—Mira, quiero que lleves este saco de cebada hasta
la cumbre de aquella montaña de allí. Pero no has de pararte a descansar. Sigue
adelante sin detenerte hasta que llegues a la cumbre.
El
discípulo era torpe, pero le tenía a su maestro una devoción y una confianza
inconmovibles, de modo que hizo exactamente lo que le había mandado. El saco
era muy pesado, y tardó mucho en llegar a la cima.
Cuando
por fin llegó, soltó el saco y se echó en el suelo, vencido por el cansancio
pero profundamente relajado. Toda su resistencia se había disuelto, y con ella
su mente ordinaria. Y justo en ese instante comprendió la naturaleza de su
mente. Se echó a correr montaña abajo y, contra todas las normas habituales,
irrumpió en la habitación del maestro.
—Creo que ya lo tengo… ¡Ya lo tengo, de veras!
—Así que has tenido una excursión interesante,
¿eh? —le dijo el maestro sonriendo con aire comprensivo.
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